He llegado a la conclusión de que no me
interesa leer más libros nuevos.
Una cuenta muy informal, simple
presunción estadística, me lleva a estimar que en cuarenta años de lectura
habré leído unos mil libros. Al principio pensaba en dos mil, pero creo que es
exagerado. Mil sigue siendo una cifra bastante alta y muy lejos de lo que una
persona media leería en toda su vida. Para que diera dos mil tendría que haber
leído un libro por semana. ¿Pero quién lee un libro por semana? A uno por mes
daría unos cuatrocientos ochenta. He buscado un punto intermedio. Habrá habido
años en los que no haya llegado a uno por mes, pero hubo años en los que leer
era mi única manera de vivir. Recuerdo haber releído siete veces el mismo libro
en una semana.
Otra cuenta me dice que, con suerte, de
aquí hasta mi muerte difícilmente llegaría a leer otros doscientos. Con suerte
y ganas.
Es curioso, yo cifraba el número de
libros escritos a lo largo de toda la historia en unos doscientos millones. Sin
ninguna base científica ni dato objetivo en el que basarme. Porque si. Es más,
pensaba que era imposible calcularlo verdaderamente. Sin embargo parece que
hubo quién se puso a sacar la cuenta. Y la cuenta dio unos ciento treinta
millones de libros escritos hasta fines de 2010. No estaba tan lejos después de
todo.
Entre esos ciento treinta millones
seguramente se encuentre el libro definitivo, el libro por excelencia, el libro
de todos los libros. Pero claro, para reconocerlo habría que leerlos todos. Y
yo, lector empedernido durante mucho tiempo, solo podría haber leído la
millonésima parte.
¿Para qué seguir leyendo? ¿Para qué
seguir buscando? Y no es que haya dejado de leer nuevos libros como una
imposición obligada a mi mismo. Simplemente no tengo ganas. O simplemente
porque con los que leí ya tengo suficiente. Si un día cae un libro en mis manos
y me llama la atención lo leeré, qué importa. A lo mejor algún acontecimiento
imprevisto me lleva retomar el hábito, qué importa. Volvería a leer y a otra cosa mariposa.
He escarbado en la memoria de mis libros
y he intentado seleccionar diez (en un principio pensaba en cinco, pero me
decanté por diez). Los diez libros que por una u otra razón influyeron (o eso
me parece) de alguna manera en mi comprensión y en mi actitud ante la vida y el
mundo. Los diez libros que releería
una y otra vez.
Realmente habrá más de diez y la empresa
será un poco difícil, pero creo que puedo resolverla. Y, salvo alguna
intervención del azar, cuando tenga ganas releeré solamente estos. O que algún
acontecimiento o hecho concreto me mueva a releer algún otro. Pero… ¿libros
nuevos o no leídos…? Casi seguramente que no.
Mi lista parecerá extraña, pero supongo
que solo será tan extraña como yo.
En primer lugar pongo “Las sirenas de Titán” de Kurt Vonnegut, jr. (Autor tal vez más conocido por “Matadero cinco”, del que también se hizo una película).
En segundo lugar “Al este del Edén” de John Steimbeck (también traducido como “Al este del Paraíso”) y al que la película pienso que no le hace mucho mérito.
Sexto lugar para dos. Me preguntarás ¿por qué un puesto para dos? Porque de alguna manera en mi espíritu los dos funcionan como uno solo. “El Tao del amor y el sexo” de Jolan Chang.
Y “Una sonrisa en el ojo de la mente” de Lawrence Durrell, que es el relato del encuentro y las conversaciones entre Durrel y Jolan Chang.
Octavo “El libro del Eclesiastés”, incluido en la Biblia, también conocido como “El libro del predicador” y atribuído por algunos a Salomón aunque refutado por otros.
Y por último el décimo, el “Tao te King” de Lao Tse. En cierto momento hice un cuadro comparativo entre cuatro traducciones distintas del libro, y aspiraba a que, reflexionando sobre las diferentes traducciones, pudiera escribir una versión definitiva para mi.
Aunque los libros de mi lista pueden variar su orden según el momento, el lugar o el estado de ánimo en que me encuentre, el primero nunca cambia. Desde que cayó en mis manos, en una celda totalmente pelada de Villa Devoto donde nos llevaron para hacernos el consejo de guerra, allá por mayo de 1978. Una celda donde lo único que había, en una estantería del armario era un libro sin tapa, sin la primera página y que ha sido desde ese momento mi libro de cabecera, o el más afín a mi mismo que he leído. Solo años después, buscando referencias pude enterarme de título y autor. Y lo releí. Y volví a releerlo. Y otra vez. Y aunque pasaran cinco o diez años entre una relectura y otra, en circunstancias distintas, en lugares distintos, en estados de ánimo distintos, nunca ha bajado del primer puesto.
Y ahora reparo en otro dato curioso.
Todas esas lecturas tienen mas de treinta años. Muchos libros me han atrapado,
me han resultado muy buenos, me han enseñado cosas a lo largo de estos últimos
treinta años. Pero ninguno llegó a desplazar a los que figuran en mi lista.